Hoy, 31 de mayo, se cumple un siglo del funeral al personaje más importante de la historia de la Hermandad. Se fue sin cumplir su sueño: comprarle doce varales de oro a la Esperanza.
31 de mayo de 2020/Javier Fernández-Caballero
Si dijera que es taurina la saya de la Esperanza; si abriera de par en par sus bordados para imponer el orden que Joselito trajo al mundo; si la pluma que sostiene volviera a incrustarse en la gracia de un torero que, de Sevilla para el mundo y de Gelves para la Fiesta, cambió el rumbo taurómaco de la historia siendo él mismo el propio oro que tintaría la edad más áurea de aquella etapa.
Es la devoción de toda una ciudad, es la semilla de un barrio romano que depositó en ella la belleza más abismal de las entrañas de Hispalis. La ciudad que, por gracia o pena que derroche su imagen, siente que ésta le pertenece, que es signo y seña de la parte más solemne de lo popular. Así lo entendió «Gallito». La única vez en la historia que La Macarena fue ataviada de luto sería por su muerte en 1920. No lo ha vuelto a hacer desde entonces.
Ni su infranqueable capacidad de ordenamiento litúrgico de la Fiesta, ni la proeza innumerable de ser el pilar dorado de una época enquilatada en José y Juan, ni la rivalidad con el propio Pasmotrianero, ni siquiera el tejemaneje de hacer de la tauromaquia una Fiesta digna de lo que hasta entonces se consideraba basta tradición con meros resquicios artísticos. Ni siquiera eso. Tan sólo su pasión por la Esperanza.
Cada Madrugá reitera esa proeza cuando la saya porta en pos de sí la pluma dorada ¡de gallo! con la que la caballerosa Sevilla condecoró a su devoción capital tras la trágica muerte del torero en 1920. No era para menos: la «camaronera», las cinco «mariquillas» parisinas –característica singular de la talla desde entonces-, los festivales maestrantes organizados por el mismo Joselito o el atuendo mariano «de gloria» que el torero le traía desde América hacían que «Gallito» tratara a la Macarena como si de su Madre física se tratara. Es la fe a la imagen que da nombre a la ciudad de la Esperanza.
Tremendo debió ser ver pasear aquel ángel por la Sevilla de principios de siglo; tremendo debió ser su olor a torero; tremenda su vestimenta, verlo ataviarse como nadie lo hacía y torear como nadie lo había hecho hasta el momento; tremendo debiera ser observarle rezar a su Macarena; verlo andar con ese señorío acomodado mas embriagado de la humildad de los grandes; debiera ser torero de pies a cabeza. Debiera ser Gallo y Joselito.
Hizo de la Fiesta lo que no era hasta su momento y llevó su toreo revolucionario al patrón del toreo en la historia. Tuvo personalidad para afirmar y negarse, para asumir las Monumentales y para decir que iba a Talavera porque era su vocación la que le exigía esa obligación. Y he mencionado Talavera: la única ocasión en la historia en que la Esperanza Macarena hubiera sido ataviada de luto por manos de Rodríguez Ojeda sería tras el destino trágico de aquel mayo atronador. La que ríe y llora su pena había quedado huérfana en tierra del toreo eterno de Joselito. Fue entonces cuando López Alarcón condecoró a la Esperanza Macarena con una de las composiciones poéticas más bellas de la historia de la Semana Santa:
Ven, pasajero, dobla la rodilla,
que en la Semana Santa de Sevilla,
porque ha muerto José, este año estrena
lágrimas de verdad la Macarena.
«Gallito», José el de Gelves, el que en la calle Resolana lloró porque su Esperanza estaba cumplida en la Hispalis más romana; José el de la lidia, la figura de la historia, el que con señorío de donjuán –pero sin amores- andaba como el más grande; sí, José, sin el «lito», que para eso está «Gallito», ese mismo dijo que echáramos la vista San Gil…y a la pluma que sostiene su Esperanza.