Nieve de vida para el campo bravo español

En el peor año de la historia de la tauromaquia para el sector ganadero, el cielo se encarga de paliar el dolor económico que supone el pienso y cubre de blanco de vida las ganaderías bravas.

7 de enero de 2021/Carlos Barragán

En el mundo del toro se habla de la ganadería de Antonio Bañuelos, situada en la provincia de Burgos, a la que se le llama como la de los «toros del frío». La nieve en el campo del toro es un aspecto climatológico presente en alguna fecha invernal en tierras que superan o se acercan a los 1000 metros de altitud media.

Cuando caen los copos mansamente, sin ventisca, es un espectáculo de belleza y calma. Los toros y las vacas permanecen quietos como intuyendo que tiene que ahorrar energía para los días posteriores cuando el campo se vista con el extenso manto blanco. Para el ganadero, la nevada es una promesa de humedad para el pastizal pero es, también, una sobrecarga económica y puntual a soportar.

El ganado vacuno bravo ha perdido su carácter silvestre y su capacidad para sobrevivir en esas condiciones. No así, por ejemplo, el ciervo, que escarba con sus pezuñas la capa de nieve para encontrar debajo algo que llevarse a la boca, además del ramoneo que le apetezca, dentro del más amplio campo que tiene para subsistir. El toro y la vaca pueden comer algo de barda, la hoja de la encina, pero es insuficiente, por lo que necesitan las aportaciones de pienso, paja, heno o alfalfa granulada para no perder fortaleza vital esos días.

En una ocasión presencié una escena que recuerdo con agrado por que me enseñó algo sobre el campo del toro. Fuimos de caza de liebres a una finca de sierra, después del mediodía. La finca rondará los 1300 metros de altitud  media y tiene una parte llana, por donde trascurre un pequeño río, y unas laderas de cerros con unas  planicies a mitad.

Cuando llegamos a la finca, estaba con cielo de noviembre pero hacia buena temperatura. Comenzamos la faena por la parte baja donde no había vacas pastando y pasada una hora comenzó una ligera llovizna. Desde nuestro cazadero vimos como las vacas, casi en fila, iban ascendiendo de altura, lo que motivó nuestra curiosidad. Nos cayó la lluvia que a poco pasó a una intensa pero corta nevada lo que nos obligó a suspender la cacería y refugiarnos en la casa de un caminero conocido para secarnos al amor de la lumbre baja, reanimada con unas tamaras para la ocasión.

Montamos en el coche y ascendimos la carretera que atraviesa la finca y allí estaban las vacas con los becerros, en una pequeña planicie alta, rodeadas unas con otras. Habían barruntado la nevada y conducido sus crías a esa zona donde la nieve se ventea y no se forman ventisqueros, ni se cubren los atolladeros o trampales que al lado del río, o en alguna zona de mayor humedad del suelo, suelen formarse. En ellos, por estar cubiertos de nieve, las crías mas pequeñas pueden pisarlos y tener dificultades después para salir por el profundo barrizal que se forma.

Por aquel valle de Campo Azálvaro, un mar de hierba,  hay otras fincas de toros distribuidas como en un inmenso mar de hierba. En una de ellas me contó el mayoral que estuvieron veinticinco días con una gran nevada y entre tanto debían embarcar una novillada para una plaza de la Costa del Sol, que ahora no recuerdo, pues por aquel sur comenzaba antaño la temporada, antes de existir las plazas cubiertas.

Para ello tuvieron que llevar delante el tractor con una traílla, abriendo un camino en la nieve por donde, mayoral, vaqueros y cabestros llevaron hasta los corrales los novillos. Con esta escena, y otras, los llamados toros del frío ya estaban hace muchos años por esas tierras ganaderas del centro de la península.

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