El toreo primoroso e in extremis de Juan Ortega deja regusto a historia en un festejo donde sólo Luque se había inventado una faena
15 de abril de 2024/Marco A. Hierro
Un maestro del Tiempo y un profesor de mansos se citaron en Sevilla, bajo el ala del amo de Todas las Llaves, para levantar en dos toros una tarde que se había llevado por delante un encierro -por circunstancias de los veterinarios- feo y desigual de Domingo Hernández, que sólo trajo uno bonito y fue el que embistió, como dice el sentido común. Uno sin cuello, otro sin perfil, alguno sin remate y hasta uno con cara de viejuno y una amenaza en el semblante de echar la persiana. Así fue la corrida, donde salió -para que no faltase nadie- un colorao de preciosa estampa de Matilla que pareció hecho para la tramoya: de cartón piedra.
Mala, muy mala era la sensación que se quedaba en la tarde cuando el profesor de mansos salió a educar a uno de ellos, el quinto, pero narremos primero lo que ocurrió con el sexto, en el que se hizo presente el maestro del Tiempo. Un toro bajo, con metro y medio de cuello, perfil correcto y noblísima expresión. Un toro que pareció reducirse cuando le ganaba Ortega el paso con el capote mecido, el mentón en la corbata y el vuelo tan preciso que no lo dejó parar hasta que hizo compás en el platillo. Y allí le sopló una media para que se fuera con viento fresco. Así es el maestro del Tiempo, que ni le preocupa un silbido ni lo altera una voz de más.
Así fue cuando ordenó cuidarlo, mecerlo mucho en la capa de Miguel Ángel Sánchez, descubrirle el infinito de detrás para que no se quedase el viaje tan debajo del trapo. Inicio de toreo a dos manos generoso en el trazo, larguísimo en el tiempo, porque lo ejecutaba el maestro de la materia, pero sobre todo despacio. ¡Qué despacio torea Juan Ortega! Parecía tomarle el belfo al castaño y conducirlo sin oposición, sin prisa, dejándose hacer un animal que hasta entonces no había viajado nunca hasta tan lejos en los trapos. Sonó ‘Manolete’ nada más rematar el inicio, tal era la intensidad del trasteo. Y la solemnidad.
Porque solemne fueron los ayudados a dos manos, y los derechazos que quisieron, después, asentar al de Domingo Hernández, con una rodilla en tierra para pegar el de pecho, que le nació de dentro y no tardó en levantar. A esas alturas, ahíta de hastío que había estado la plaza cuatro toros y un sobrero atrás, el Tiempo que abrazaba a La Maestranza ya marcaba sólo el ritmo de Juan. Cuando firmaba el epílogo, con doblones genuflexos que ponían a la plaza en pie, ya sabía Ortega que la espada iba a funcionar. Porque estos momentos de historia un genio los aprovecha. Y fueron dos las orejas que paseó, pero daba igual lo que llevase en la mano, porque lo único importante ahí era el que mandaba en un Tiempo distinto; porque no corre igual el reloj de los mortales para el toreo de Juan Ortega.
Sólo una luz, un fogonazo de esperanza, había aparecido en los primeros compases de la tarde, porque el saludo de Luque al segundo fue para que sonase la música al ritmo de las verónicas que se empeñaba en latir Daniel. Despacio, dejando caer el capote para reducir la llegada, metiendo el pecho adelante para dotarlas de expresión, sacando los brazos un mondo para que viajaran lejos. Magnífico. Como lo fueron las tafalleras que se empeñó en soplarle Ortega toreadas, deletreadas, saboreadas mil veces antes de ponerles fin. Porque al fin ya estaba Daniel para responder por chicuelinas, sevillanas, comprometidas, apasionadas hasta la media de remate. Fogonazo fue, dicho está. Porque lo demás… ni Luque lo puedo arreglar.
Y eso que fue profesor de mansos para enseñarle a ese quinto que no se tiran las cartas cuando en el ruedo está él. Está tan seguro el sevillano que le apuesta a las intuiciones porque sabe que es capaz de ganarlas. Intuía que le iba a repetir, que le iba a sacar el fondo, que iba a terminar embistiendo; y lo hizo. Porque Daniel lo enseño. Le metió en el ritmo un paso atrás cuando repetir quería; le conquistó el terreno y le trazó por abajo cuando venía con la inercia; le ganó el paso y eliminó las indecisiones cuando había que ir a buscarlo y limpiarle todas las dudas; de modo que cuando llegaba, con todos los filtros que Luque añadió a la embestida, pareció hasta que era buena. Por eso cuando le enterró la espada hasta casi la mano él sabía que no se escapaba el premio a la rotundidad. Sólo Daniel -ese profesor de mansos- y alguno más que ya no está, comprenden el lenguaje mudo de este tipo de animales. Y eso es decir casi na…
Porque a Morante en Sevilla lo olvida siempre la diosa Fortuna hasta que no hay más opción. Y ya ha trenzado tres paseíllos, matado seis toros, parado siete. Ha intentado muletearlos, mantenerlos, azuzarlos, exprimirlos, exirlos. Ha intentado hacer el toreo con los que tenía delante, pero delante… ya sólo está Alcurrucén. Será hasta entonces, porque también dice la tradición que siempre hay una tarde en la que los astros se ponen en línea.
Hoy los alineó en el Tiempo el maestro que torea despacio, y lo hizo en el espacio el que dicta su lección. Los dos en sus opciones conquistaron el tendido. Y los dos quedan emplazados para una tarde más de sol…
FICHA DEL FESTEJO
Real Maestranza de Caballería de Sevilla. Feria de Abril, octava de abono. Corrida de toros. No hay billetes.
Toros de Domingo Hernández, feos de hechuras y dispares de tipo, excepto el hermoso sexto, y un sobrero (cuarto bis) de Hermanos García Jiménez, vacio de raza y contenido. De buen pitón izquierdo y escasa duración el informal primero; con cierta calidad sin duración el castaño segundo; informal y distraído el feo tercero; devuelto el cuarto por partirse un pitón; desrazado y sin virtudes el cuarto bis; sin celo, distraído y reservón el colorao quinto; enclasado y boyante el gran castaño sexto.
Morante de la Puebla, silencio tras aviso y silencio.
Daniel Luque, ovación y oreja.
Juan Ortega, silencio y dos orejas
INCIDENCIAS: Saludaron Joao Ferreira y Alberto Zayas en el primer toro de la tarde.