Torear es hacerlo con valor y arte, sin ello no se puede

Además, se debe desarrollar inteligencia para imponerse a la irracionalidad de un animal que sale al ruedo a demostrar su raza y su bravura

8 de junio de 2020/Adiel Armando Bolio

Ya lo decía el célebre “Pasmo de Triana”, don Juan Belmonte: “Se torea como se es”, pero entonces ¿qué es torear? Sin duda, es el enfrentamiento de dos diferentes fuerzas, la humana y la animal, de ahí que ese encuentro se vea envuelto en el dilema de la inteligencia de un hombre que se conjuga en la arena de un ruedo con la irracional belleza bestial causando que de ello surja algo maravilloso ¡El Toreo!, una incomparable combinación de arte, plasticidad, raza y bravura.

Torear entonces es ir al encuentro de lo desconocido en una dimensión que, sólo los que se atreven a entrar en ella están conscientes del momento, pues se tiene que burlar con gracia, arte, salero y solera la arremetida del cornúpeta, ese instante en el que, como apunta el maestro José Alameda: “Un paso adelante y muere el hombre, un paso atrás y muere el arte”.

Se puede decir entonces, sobre todo basado en quienes hemos tenido la fortuna de pegarle mantazos bien paraditos, eso sí, a una res brava, que torear es el arte del Birlibirloque que, según el escritor madrileño don José Bergamín en su obra sobre ese tema señala que es un conjunto de aforismos y ensayos en defensa del arte en el toreo, es decir, el saber “robarle con buenas maneras lances vistosos a un astado y bajo pleno dominio.

Entonces, qué se necesita para ello, sin duda, el valor o la valentía, que no es más que la determinación para enfrentarse a situaciones arriesgadas o difíciles, o como apuntaba uno de los espadas más valientes que ha habido en la historia del toreo, el maestro Antonio Lomelín, que “el valor es el miedo dominado”.

Así es qué, sin la cantidad necesaria de esa condición humana, además, claro, de contar con algo más que es fundamental en un torero, la afición, las ganas de serlo, lo que se resume simplemente en lo que apuntaba un indiscutible ejemplo de ello, el añorado diestro David Silveti, en la vocación, pues sin ella no se puede hacer nada cuando alguien se quiere dedicar a alguna actividad, la que sea. O como lo apunta el maestro Manolo Arruza, de manera análoga, que ser torero es como estar en un monasterio.

De ahí que, sin valor y sin vocación no se puede desarrollar el arte y el sabio talento que un torero lleva en el alma, el corazón y en la mente. Para ello, entonces, hay que plantarse en la cara de un toro, aunque no necesariamente el que se pone ahí logra el objetivo, pues puede tener el valor, pero carece del arte para producir esa imagen de lo bello expresado por la inteligencia del hombre y entonces provocar la admiración de quien lo está apreciando.

Esa contemplación en los tendidos, evidentemente, provoca emociones, impresiones, sensaciones y estados de ánimo que pueden ir en segundos de una alegría inusitada a un gran sobresalto causado por el miedo al momento mismo que se percibe el peligro en el ruedo.

Tales circunstancias nos traen al recuerdo las famosas frases de dos maestros de la crónica taurina, del célebre José Alameda al decir: “El toreo no es graciosa huida sino apasionada entrega” y, del inigualable Cronista Taurino Internacional (CTI) Addiel Bolio al indicar: “El toreo es el grito de angustia, ahogado por el suspiro del arte”.

Lo que no lleva a los tres tiempos en el toreo que son parar, templar y mandar, por lo que al respecto el siempre bien recordado poeta guanajuatense don Abraham Domínguez Vargas, en su afamada “Taurolira”, nos apunta:

“Pisarle el terreno al toro paso a paso y citar dando el pecho; apretarse y en la cintura girar/ El parar es movimiento, toro que gira ante un sol; sol que de luces repleto ilumina la lección/ Una rosa que se alarga desde talle helicoidal haciendo del viento negro un vientecillo de mar/ El parar no es atraparse, no es estatismo en los pies, no alfiletero del toro sino límpido mover con elegancia los brazos en ruedo de serpentín con un arte soberano que frene un Guadalquivir, toro que embiste infinito con ritmo de soleá/ Un sembrador de firmeza junto a beso de mujer que encarcela el abanico -encelado del clavel-/ Templar, acción concordada de la paja y el cristal, donde principia el engrane del péndulo y el compás; circulo que el toro cierra fascinado al embestir, sincronizando el engaño quiere la seda teñir; que el templar se ha tirado con soberbia y con valor de un toro que no pasaba al embrujo de la flor/ ¡Oh cuenca de la zumaya! -la plaza tan augural- salomónica de palmas manda parar y templar”.

Y remato recordándoles que “cuando la inteligencia humana y la irracional belleza animal se conjugan en la arena ¡surge el toreo! Arte y bravura en escena”.

DATO

Ver torear provoca estados de ánimo que pueden ir en segundos de una alegría inusitada a un gran sobresalto causado por el miedo que se proyecta

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