
Un Morante con necesidad vital de expresión, un Ortega en la moviola y un Aguado sin urgencias ponen el listón en el cielo de La Maestranza
1 de mayo de 2025/Marco A. Hierro/Foto:Procuna
Encontrar una tarde como la de hoy en Sevilla no es nada fácil. Ni siquiera rebuscando en la memoria más reciente acertamos a encontrar otro contagio de emociones semejante al de hoy, con tres toreros desbocados, no a formar alboroto alguno, sino a torear lo más despacio, lo más templado y lo más puro que fueran capaces. Cuando esos toreros son Morante, Ortega y Aguado ocurre lo que hoy: que había acabado el festejo y el tendido seguía repleto de una pléyade de aficionados deseosos de continuar. Así es el toreo cuando se hace bien: tan imperfecto y espontáneo que desata la emoción.
Todo ello con una corrida de toros que no terminó de ajustarse a la tremenda exigencia de las telas de tres genios empeñados en sentir. Ojo, en sentir. En ser tan egoístas que el resultado es una plaza puesta en pie. Porque el secreto que se llevarán los de luces hasta el hotel es que ninguno salió hoy a competir con nadie, sino a ser felices con aquello que soñaron ser. A probar su pericia deletreando una chicuelina; a medir su ingenio para reducir por alto; a sorprenderse a sí mismos ofreciendo un saludo nuevo de percal a una mano encadenando largas. Y la gente loca. ¡Como para no estarlo!
orante había llegado sonriente y feliz, con la necesidad imperiosa de expresión sincera. Por eso le buscó la vuelta al primero de Domingo Hernández, un castaño acochinado y regordío que hubiera ido más largo con medio quintal menos a los lomos. Aún así, humilló, repitió y se entregó hasta la voltereta que dio al traste con el saludo, pero ya se había quedado el tendido con cuatro verónicas de encaje en la cintura, baja la mano de dentro, alta la que torea para que el vuelo luzca. Y un poco más en el quite, con las plantas marcando embroque y salida a los brazos que dibujan, la cintura cimbreante para acompañar a las manos y las palmas ofrecidas a la humillación del funo. ¡Qué locura, por favor! Allí nadie sabía, cuando Morante tomó la sarga, por dónde iba a salir un tipo desmelenado a su creación, consciente de que ya no tiene que ponerse de ningún modo para que le brote el toreo a borbotones. Tal vez por eso decidió relajar el cuerpo y ofrecer el trapo, a zurdas, nada más con dedos y muñeca. Lo demás salió sólo.
De la misma forma que ese incatalogable saludo de largas ligadas en la llegada repetidora del cuarto de Domingo, que salió como recurso, al volverse el animal, y caló tan hondo en Morante que se encajó para rubricarlo. Y la música sonó en La Maestranza, como lo hace cuando aparecen los elegidos, capaces de convertir Sevilla en un manicomio de emociones. Ese toro negro no era tan franco como el primero, ni tenía el mismo desliz, pero estaba Morante tan convencido de que lo iba a cuajar, que todo lo que le hacía servía para desatar aún más el bocado del tendido. Hasta la ejecución de esa estocada soberbia, con el sevillano volcado en el topetazo que se llevó en el embroque con la mano enterrando el acero hasta la mismísima cruz, tuvo tintes de canto lírico, más que de cantar de gesta. Por eso dio la impresión de que sobraban los despojos que premiaron la obra, que manchaban de realidad excesiva lo que había parecido un sueño y quedaban colgando de la ficha para solaz de la falta de comprensión. Además de que no los necesitaba Morante, ni el tendido, ni el que veía la tele, ni siquiera el que los cortó.
Ese mismo -no necesitar despojo alguno- es el secreto que convierte a Juan Ortega en un ser especial. Un tipo que no muda el gesto ni cuando pone a berrear al Baratillo ni cuando le suenan tres avisos después de haber estado superior. Juan es la defensa de esa tauromaquia tan bella por sí misma que no precisa comparación. Ese quite por delantales al primero de Morante, sin exigir más que lo justo para que luciera su capote; ese saludo de verónicas sin continuidad que brillaban por sí solas, sin el ritmo de la inercia del toro pero sí el de la música de la banda; ese inicio sutil de muleta, tan contundente en el toque como suave en el movimiento que iba alargando el viaje al que se negaba el toro; ese asiento sobre las caderas cuando pasaba por delante un animal que lo tenía marcado desde la primera mirada al salir. Todos esos elementos eran los que maceraban esa respuesta loca del corazón de Sevilla.
Lo del saludo del quinto, cadencioso, templado, preciso en el embarque y dulce al trazar la verónica, vaciando con pulso en el círculo de detrás de sí… Aquello fue tan majestuoso como esas chicuelinas saboreadas, como dejando caer la capa para desnudar el torso y ser sincero con Sevilla. Casi iguales que todas esas que otros vuelcan en las plazas como si fueran vertederos y no hubiera otro quite para demostrar su destemplanza. Por eso Aguado, contagiado de ese aura de emociones que sobrevolaba la plaza, firmó otro quite por ese palo dibujando los trazos limpios, más lentos que el paso del Cachorro.
Porque fue esa lentitud, casi exigida por su forma de concebir el toreo, la firma de todo cuanto Pablo quiso expresar en su plaza. También él maneja el percal rosa con el mimo de los virtuosos, y lo dejó patente en cuanto tuvo ocasión. Pero también lo demostró con la muleta, sobre todo con el tercero. Badanudo, astracanado, de cuello corto y pitón largo, engatillado y estrecho de sien y remiso a plantear pelea alguna. El animal se iba del trapo y Pablo trataba de darle celo, fijeza y empuje sin mostrar urgencia, ni tensión, ni desesperanza. Por eso fue capaz de aprovecharle las inercias sin dejar que parase, y sólo así pudo dejar esas dos tandas al natural muy por abajo, con la muleta laxa, de profunda belleza formar y emotiva, pese a que no lograba el toro embestir profundo. Y mira que es difícil eso. Tanto como pegarle pases al negado sexto.
Pues con todos esos detalles, con todas esas emociones y con todos esos momentos, la gente que acudió a la plaza volverá mañana a ver a estos tres, que ya está pidiendo el tendido de la calle que se repita más en las ferias. Yo prefiero pensar que esta vez el sistema no volverá a liquidar a la gallina de los huevos de oro.
FICHA DEL FESTEJO
Jueves, 1 de mayo de 2025. Plaza de toros de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla. Sexta de abono. Corrida de toros. No hay billetes.
Toros de Domingo Hernández, de templada y pastueña embestida un primero medido de fuerzas y raza; sin ritmo ni entrega un segundo de cambiante y desordenada embestida; de mansa condición un tercero de compeja embestida; de mansurrona condición un cuarto que tuvo emotividad en las telas; sin empuje ni entrega un quinto que se apagó tras la primera serie; sin raza ni empuje el deslucido sexto.
Morante de la Puebla (botella y oro): ovación tras aviso y dos orejas.
Juan Ortega (purísima y plata): ovación en ambos.
Pablo Aguado (negro y oro): ovación y silencio.
INCIDENCIAS: Tras una cogida en el tercio de banderillas al segundo, el subalterno Jorge Fuentes sufrió una rotura fibrilar por la que no pudo actuar frente al quinto, teniendo que actuar Joao Ferreira en su lugar.